02 diciembre 2008

Intrusos

Hacía apenas un año que nos mudamos, fue dificil porque ya me había acostumbrado a la otra casa que era amplia y espaciosa y ésta es bastante más pequeña, pero fue lo que se pudo conseguir y nos tuvimos que conformar con ello ya que los tiempos no están para permitirse tantos lujos.

Fue en esas condiciones que llegamos a esta vieja casona que parece más bien una posada. Tiene un par de recámaras algo polvorientas porque nadie las había limpiado en años; una pequeña sala colonial que lo único que conserva de su antiguo y exquisito estilo son los descansabrazos tallados en caoba, por lo demás, está tan vieja como la construcción. La cocina es pequeña, apenas hay espacio para una estufa de leña y una tarja más oxidada que tubo de drenaje; hay cachivaches arrumbados en la alacena y en el piso, se puede imaginar que hace muchos años que la actividad cesó en el lugar.

A veces cuando doy vueltas por la casa curioseando, me parece escuchar murmullos, voces guardadas entre las paredes que han estado dormitando y que al menor movimiento se despiertan como en cadena y se escuchan sólo los murmullos, y tengo que cubrirme las orejas porque son tantos que me llegan a aturdir.

Y fue en una de esas excursiones que lo vi la primera vez, estaba pegado en la ventana, trepado en una cubeta intentando liberar el seguro para abrirla, pero su tamaño no se lo permitía: era demasiado pequeño.

Tenia el cabello rubio, por no decir que casi blanco; sus mejillas están sonrosadas y contrastan con esa piel nívea de su cara. Los ojitos son de un verde aguamarina transparente. Luce un vestido azul turqesa con florecillas amaillas; ella no me ha visto, sigue ocupada estirándose al máximo para tratar de abrir el seguro de la ventana. Lo que no logro entender es cómo logró entrar hasta aquí.

Al verla tan entretenida pensé que no sería oportuno interrogarla sobre cómo logró ingresar a la casa, además parecía inofensiva, de cualquier modo no quería asustarla, se veía tan frágil. Salí sin hacer ruído de la habitación; aunque no me preocupara la pequeña, de cualquier manera tenía que avisarle a mis padres que la había encontrado. Quizá por nuestra naturaleza nunca confiamos en los extraños.

Salí al pasillo y caminé muy despacio para no hacer ningún sonido que asustara a la niña que acababa de ver; llegué a la escalera y vi que otro pequeño, algo mayor que la chicuela, abría la puerta de la habitación contigua, parecía tener mucha curiosidad ya que no se demoró en girar la perilla, y cuando ésta se liberó empujó suavemente la puerta como si disfrutara del rechinido clásico de las casas antiguas. Yo me quedé quieto donde estaba, sin atreverme siquiera a respirar, me sentía adherido a la pared pero no dejaba de observar al pequeño que apenas ingresó, cerró la puerta con la misma vehemencia que la había abierto.

Por alguna razón comenzaba a sentirme nervioso, quizá la presencia de un sólo infante no me alteraba pero pensar que dos de ellos estaban dentro me hacía temer que la casa fuera tan fácil de vulnerar y comenzaba a sudar: la frente, el cuello, la espalda.

Llegué a la escalera y bajé el primer peldaño (¿o era el último?, siempe he tenido problemas con la perspectiva), apoyé mi peso con el mayor sigilo posible; bajé el segundo, y el tercero. Tenía todos mis sentidos alerta porque presentía que algo no estaba bien; agucé mis oídos para escuchar todo lo que pudiera sonar extraño, ni siquiera las voces de las paredes me interrumpían; yo seguía bajando los escalones.

Escuché un grito. No era un grito, era un quejido de dolor, era la voz de mi madre. Y luego otro grito más fuerte, pero no conocía ni reconocía esa voz. Mi corazón empezó a latir frenéticamente al sentir que mi madre estaba en peligro, el cuerpo se me paralizó pero tenía que reaccionar. De repente escuché otro grito, esta vez era la voz de mi padre y luego se oía que las cosas caían; el alboroto venía de la cocina. Aferrado a una valentía que nace del terror avancé poco a poco, con un nudo en la garganta hasta que estuve frente a la puerta de la cocina.

Decidido a arremeter contra los agresores entré. La desesperación me atacó en el instante: Mi madre estaba tirada cerca de la tarja, muerta, con los ojos aún mirándome y un hilo de sangre corriéndole por la sien derecha. Al voltear a mi izquierda miré a mi padre, también tirado en el suelo, aún con vida pero agonizaba... ya no le quedaba mucho tiempo de vida.

-Huye, corre de aquí -Fue lo último que me dijo, las palabras últimas que un hijo jamás quiere oír de sus padres.

Yo no quería alejarme de ellos, quería morir allí, como ellos, con ellos, pero una fuerte patada me sacó de mi cuestión filosófica: Una mujer alta, rubia igual que la niña de la habitación, pero con unos ojos grises tristes bramaba blasfemias en contra mía y levantaba una escoba gigante con la que amenazaba golpearme igual que a mis padres.

No tuve tiempo ya de pensarlo más y salí corriendo de ahí, de mi propia casa, todo por una intrusa que llegó a adueñarse de algo que no le pertenecía.

Alcancé a salir por una rendija de la puerta y sentí una ráfaga de aire que movía mi cola...

Eso pasó hace unos meses; un día intenté regresar y me asomé por una ventana: ya habían comprado un gato

1 comentario:

  1. me guusto xD!!!
    gran entretenciion, gran escriitor... gran amiigo!!!
    by.... yazzz'chavez'ariias

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