El señor Alemán de los Pastos siempre se había llamado así, por lo menos desde que yo recuerdo haberlo conocido (claro, las cosas no existen sino cuando las nombramos, así que antes no puedo estar seguro de que ese hombre no fuese sino un desconocido, ergo, inexistente). Lo encontré casi por casualidad en una de las aulas más iluminadas de la facultad mientras platicaba con un montón de sillas vacías (de haber sido Cortázar, y salvando las notorias diferencias, hubiese jurado que dictaba una conferencia para los cronopios); era un hombre menudo, casi enjuto y con solemnidad declamaba vivencias que parecían nacer de su largo camino por la vida, aunque más bien sonaban como anhelos que lo atormentaban por no haberlos vivido personalmente, sin embargo, emitía cada palabra con la intención de que aquél quórum ausente expresara interjecciones de asombro al final de cada frase suya.
Se miraba apacible. No sé si haya sido eso lo que me decidió a quedarme aquél cálido lunes por la tarde, supongo (repito que no lo sé), pero cuando me descubrí ya estaba en ese juego del escucha y sentía un extraño efecto de quebrantar el vacío con mi presencia. Sus palabras resonaban más alto de lo que su parca voz aparentaba (yo pienso que era aprendiz de mago porque mi sitio era en la última fila del aula y aún allí podía oírlo). No puedo negar que sus historias resultaban divertidas: frases, ironías, chistes, misoginia que le daban a su charla un cierto aire de cabaret, pero al pasar de las visitas me di cuenta que siempre era la misma cantaleta y que los recursos se le terminaban. Ahora entendía que el aula no siempre había estado así.
Intentó hablar de juegos, de la Ilustración (desde una visión cubano-afrancesada), de perros, de ciudades, se puso melancólico y habló de la soledad más larga que conoce, de su familia, de las cosas que no se han escrito, de la maravilla que surg al abrir el grifo del agua y ver caer el agua a pesar de nuestro mentado sistema Cutzamala, y quizá alguna otra cosa que la memoria no retuvo como él hubiese deseado.
Pero ya no era sorprendente; se había vuelto más un anciano ebrio de cantina, necio de una valía inexistente que el agradable o inocente hombre que se divertía hablándole a la nada. Soporté lo más que pude: compasión, caridad, entusiasmo, condescendencia, pero fallé. Don Alemán de los Pastos no había nacido para contar experiencias de las que él era mero escucha; un senil teléfono descompuesto afanoso de transmitir las glorias del pasado que lo conmovieron y las cuales sentía como propias, pero nunca pudo heredarlas.
Casi como lo encontré lo fui abandonando (en realidad no lo abandoné, así estaba cuando yo llegué y lo dejaba igual, en ese sentido declaraba un gris “empate”), a veces me asomaba por curiosidad y lo veía llegar (eso sí, muy puntual) a la cita impostergable con su aula, porque era suya: las paredes, las ventanas, las cortinas, las sillas quienes atentos (o resignados) lo escuchaban tirar el discurso preparado de antemano.
De los Pastos llega como las mariposas monarcas, por temporada; se instala y se adueña del espacio que encuentre libre para contar cada vez la misma historia y me dicen que eso lo ha hecho por varios inviernos. No creo, como dicen algunos, que sea un loco de andar errante y cansino.
A veces los fantasmas no aceptan que han dejado de ser y tienden a esclavizarse en la repetición interminable de sus actos, con la esperanza (no sé si para redimirse, mejorar, ganarse el cielo, expiar las culpas o algo similar) de lograr sus metas más frustradas.
La última vez que lo vi fue hace unas semanas mientras yo escribía un pequeño ensayo, con citas de don Pepe Ursus.
―Puras malas invenciones ―fue lo que alcancé a escuchar cuando se detuvo a mi lado y me miró de soslayo; después lo vi alejarse flotando en el pasillo.
Fue algo gracioso, pero en fin, no le gustó mi texto (si es que acaso lo vio realmente) y aunque no supe jamás por qué los homenajes le hartaban tanto como las fontanas, me parece un tipo divertido.
Así que ni don Ursus como apoyo firme, ni yo con mi inexperiencia. Igual espero que no se tope con este texto, porque inevitablemente tendría que explicarle que la historia personal ya la contó alguien que sí alcanzó a vivirla.
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