En franca retirada tras la luenga batalla de
la noche, ella volvía los ojos a su espalda, a los rasguños que dejaron
marca en esa piel acartonada, curtida por el sol y la desesperanza. Se vislumbró a sí misma revuelta por más noches en sus piernas, en su sexo;
recargando su cabeza en esa almohada llena de su aroma, pero ya no de
forma clandestina sino más bien consuetudinaria.
Imaginó las mañanas abrazada
contra su pecho, reconfortándose sin preocuparle el tiempo ni las
circunstancias; se imaginó, también, un beso delicado en lugar del soso
"buenos días". Y lo miraba vestirse sin demasiadas ganas de dejarla, y
ella hubiera querido gritarle que no se fuera, que se quedara unos
minutos "sólo cinco minutos para descansar los ojos". Pero no se
atrevió, y lo vio levantarse y ajustar sus pantalones: siempre de
espaldas.
¿Qué pensaría? ¿Si ella se atreviera, él se hubiera quedado?
Ella permaneció bajo las mantas y le tocó la espalda..."perdóname". Él
volvió la mirada, con el cabello revuelto. La tomó por cintura y la
alzó, desnuda, frente a sí. Con un ósculo indómito selló el silencio que
debía mediar en ese instante... al separarse, ella podría jurar que vio
aparecer un par de lágrimas.
Él tomó la camisa, los zapatos... y antes
que el sol asomara por oriente, cerró la puerta de la alcoba, dejando su
perfume por doquier. Cuánto valor le habría faltado, ¿sería esta su última oportunidad? No sabía si volvería a verlo...
se vistió de prisa y corrió a la ventana para detenerlo: imposible, el
auto arrancaba furioso con un quemar de llantas rechinantes
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