09 noviembre 2012

Ellos, los mismos.

Ella lo miró con harto detenimiento, quería rememorarlo así al cabo de los años; fijarlo en la memoria de este modo, como fotografía, daguerrotipo.

Él sólo se ocupaba en acariciarle el cabello rebelde y húmedo, después de la ducha. Sonreía por el placer de que las circunstancias de los dos pudieran coincidir así.

Extenuados, felices, excitados, sensuales, amantes, somnolientos, pícaros y a la espera de que todo futuro, cuando menos, fuese igual de completo que este presente que tanto atesoraban.

El silencio los unía en una compleja conversación de las miradas... cada vez más profunda. Sentían en los labios las palpitaciones y se les engrosaban para invitar al beso, que ninguno resistió. Un beso perfecto que inició con sólo el roce, el contacto.

Luego fue un abrir y cerrar de bocas con suavidad pasmosa, ella primero, que envolvía la de él como un capullo sobre la oruga; él que la tomaba por la cara y la acercaba hacia sí en un jugueteo de fuerza y delicadez. Un leve mordisco; la humedad propia de las lenguas; las respiraciones agitadas y los brazos encaramándose a las espaldas del otro en una batalla por agotar el aire entre los dos; besándose con profusión y el deseo venido de las prohibiciones que otrora los frenaron. Besarse como si la vida se les fuera en ello.

El beso fue un orgasmo dador de vida que pactó, mejor que las palabras, la historia de esas vidas... unas que no tuvieron nombre alguno y que, también por eso, resultan majestuosamente valiosas.

Ellos, los mismos, se amaron una vida en ese instante.

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