No entiendes
que no es el
sexo,
no es la
reunión, la carne placentera;
no es ese
pasional encuentro
de los
cuerpos enredados,
o la noche
que acoge
y transforma
lo excitante
en posible.
No entiendes
que no es la
charla,
confortante
y elocuente,
que brota de
tu garganta.
No las
tardes de tertulia,
discusión,
confrontaciones.
No es la
concomitancia
de saberes y
contrarios.
No entiendes
que no es el
frágil secretismo
ni un aura
mística que verse
“si fuera un
poco más tonto”.
No es la
bebida valiente,
palabras de
madrugada,
versos,
caricias del alma.
Fue la conmiseración
con que mirabas,
por encima
del hombro,
como sobre
una escalinata de los años
que tanto nos han separado.
Fue el infortunio casual:
poder leer
entre líneas
y las
líneas.
Fue
confrontar el habla con el texto,
cotejar cada
variante:
escuchada y
leída.
Armar las
notas al pie;
sonreír con
los descubrimientos.
Discursos de
carne viva
escritos en
impresos diferentes,
que se
entregan a distintos editores,
que se
firman con seudónimos silencios.
Fue el
ejercicio del siglo XIX:
diversificar
destinatarios
y defender
el discurso de la univocidad.
Dilucidar el
tema de los viajes
y entregar
el manuscrito
a la segunda
opción.
Fue cotejar
el usus scribendi
de la
erotización
y encontrar
iguales los sintagmas
en un texto
menor,
en un error.
Fue aquella
descripción,
la de la casa
donde nadie ha ingresado.
Encontrar,
en un periódico coetáneo,
la clara negación,
la frecuente usanza de la invitación.
Fueron
tantas historias hermanadas,
casi
gemelizadas,
casi para
llorar,
acaso para
reír.
Fue la noche
del puerto recordada,
mientras te
abalanzabas
con rumbo al
malecón.
Fue mirar
tus pupilas encendidas,
de
encontrarte en la playa,
avanzar en
la arena del recuerdo,
la que te
arraiga de un modo
que no logré
descifrar;
la arena que
te acalora
y te seduce
los pies desde hace tanto.
Fue perderte
en fundición inexpugnable,
hacerte toda
de sílice;
verte
aguardar el contacto
—intentar
los fuegos fatuos
de una
mirada hacia mí—
profundo de
todo el mar…
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