25 octubre 2012

Reencuentro con Penélope


Amanece lentísimo tras la ventana,
mientras la luz avanza
y acaricia, sensual, tu cabellera.
Te nace una sonrisa leve.
El calor florece en tu piel y la inquieta;
abres los ojos y enarcas más los labios
—turgentes,
                        granates,
             carnosos,
                                 tentadores—,
no opongo resistencia: gesto un beso.

El silencio todavía se yergue
entrambos,
¿para qué destruirnos los instantes
                —azarosos y furtivos—
en tratar de nominalizarlos?
Etiquetar, es cierto, otorga la existencia
pero le quita el velo de misterio a lo innombrable,
lo innombrado:
somos nosotros, coincidencias breves
en el tiempo,
y nos deseamos por tanto y tantas cosas,
cosas que, sin embargo, no pueden definirse.

Nada de fuera importa.
Hoy todo el Universo nace de nosotros,
del roce y las caricias,
de toda esta pasión que se desborda:
¡Nuestra gran explosión!
El vacío se desdibuja, nos volvimos divinos
pues creamos un paradigma alterno,
con nuestros costumbrismos del ocaso,
al cobijo de tanta madrugada,
a la espera de futuras batallas:
tales son nuestros ánimos beligerantes.

El lecho se convierte en nuestro campo,
la oscuridad permite las sorpresas,
también los sorprendidos.
Te miro fijamente.
¿En qué piensas? —me dices—,
quien sonríe ahora soy yo.
Extrañé tanto estas perturbaciones tuyas,
navegar en tus tierras amatorias,
Penélope mía.

Acaricias mis brazos
para curar las marcas que hicieron las amarras,
igual limpias un poco la cera en mis oídos.
Sonríes otra vez,
te abrazo intensamente y mis manos resbalan por tu cuerpo.
               Tomo tu cara,
                       voy por el cuello y el abdomen:
                                            tu respiración se agita una vez más,
cierras los ojos.

De pronto el Sol ha terminado de salir.
Pero nosotros seguimos en los juegos
y nos hundimos en el calor de nuestros cuerpos.
Entre monosílabos y guturales disfruto de escuchar mi nombre
que brota de tus labios:
Ulises.

08 octubre 2012

Fue


No entiendes
que no es el sexo,
no es la reunión, la carne placentera;
no es ese pasional encuentro
de los cuerpos enredados,
o la noche que acoge
y transforma lo excitante
en posible.

No entiendes
que no es la charla,
confortante y elocuente,
que brota de tu garganta.
No las tardes de tertulia,
discusión,
confrontaciones.
No es la concomitancia
de saberes y contrarios.

No entiendes
que no es el frágil secretismo
ni un aura mística que verse
“si fuera un poco más tonto”.
No es la bebida valiente,
palabras de madrugada,
versos, caricias del alma.

Fue la conmiseración con que mirabas,
por encima del hombro,
como sobre una escalinata de los años
que tanto nos han separado.
Fue el infortunio casual:
poder leer entre líneas
y las líneas.

Fue confrontar el habla con el texto,
cotejar cada variante:
escuchada y leída.
Armar las notas al pie;
sonreír con los descubrimientos.

Discursos de carne viva
escritos en impresos diferentes,
que se entregan a distintos editores,
que se firman con seudónimos silencios.

Fue el ejercicio del siglo XIX:
diversificar destinatarios
y defender el discurso de la univocidad.
Dilucidar el tema de los viajes
y entregar el manuscrito
a la segunda opción.
Fue cotejar el usus scribendi
de la erotización
y encontrar iguales los sintagmas
en un texto menor,
en un error.

Fue aquella descripción,
la de la casa
donde nadie ha ingresado.
Encontrar, en un periódico coetáneo,
la clara negación,
la frecuente usanza de la invitación.
Fueron tantas historias hermanadas,
casi gemelizadas,
casi para llorar,
acaso para reír.

Fue la noche del puerto recordada,
mientras te abalanzabas
con rumbo al malecón.
Fue mirar tus pupilas encendidas,
de encontrarte en la playa,
avanzar en la arena del recuerdo,
la que te arraiga de un modo
que no logré descifrar;
la arena que te acalora
y te seduce los pies desde hace tanto.
Fue perderte en fundición inexpugnable,
hacerte toda de sílice;
verte aguardar el contacto
—intentar los fuegos fatuos
de una mirada hacia mí—
profundo de todo el mar…