Amanece lentísimo
tras la ventana,
mientras la
luz avanza
y acaricia,
sensual, tu cabellera.
Te nace una
sonrisa leve.
El calor florece
en tu piel y la inquieta;
abres los
ojos y enarcas más los labios
—turgentes,
granates,
carnosos,
tentadores—,
no opongo
resistencia: gesto un beso.
entrambos,
¿para qué
destruirnos los instantes
—azarosos y furtivos—
en tratar
de nominalizarlos?
Etiquetar,
es cierto, otorga la existencia
pero le
quita el velo de misterio a lo innombrable,
lo
innombrado:
somos
nosotros, coincidencias breves
en el tiempo,
y nos
deseamos por tanto y tantas cosas,
cosas que,
sin embargo, no pueden definirse.
Nada de
fuera importa.
Hoy todo
el Universo nace de nosotros,
del roce y
las caricias,
de toda
esta pasión que se desborda:
¡Nuestra
gran explosión!
El vacío
se desdibuja, nos volvimos divinos
pues creamos
un paradigma alterno,
con
nuestros costumbrismos del ocaso,
al cobijo
de tanta madrugada,
a la
espera de futuras batallas:
tales son
nuestros ánimos beligerantes.
El lecho
se convierte en nuestro campo,
la
oscuridad permite las sorpresas,
también
los sorprendidos.
Te miro fijamente.
¿En qué piensas? —me dices—,
quien
sonríe ahora soy yo.
Extrañé
tanto estas perturbaciones tuyas,
navegar en
tus tierras amatorias,
Penélope
mía.
Acaricias
mis brazos
para curar
las marcas que hicieron las amarras,
igual
limpias un poco la cera en mis oídos.
Sonríes otra vez,
te abrazo
intensamente y mis manos resbalan por tu cuerpo.
Tomo tu
cara,
voy por el
cuello y el abdomen:
tu
respiración se agita una vez más,
cierras
los ojos.
De pronto
el Sol ha terminado de salir.
Pero nosotros
seguimos en los juegos
y nos hundimos en el calor de nuestros cuerpos.
Entre
monosílabos y guturales disfruto de escuchar mi nombre
que brota de tus labios:
que brota de tus labios:
Ulises.