26 abril 2011

Recomendatio: Tango de Luisa Valenzuela

TANGO

Me dijeron:

En este salón te tenés que sentar cerca del mostrador, a la izquierda, no lejos de la caja registradora; tomate un vinito, no pidás algo más fuerte porque no se estila en las mujeres, no tomés cerveza porque la cerveza da ganas de hacer pis y el pis no es cosa de damas, se sabe del muchacho de este barrio que abandonó a su novia al verla salir del baño: yo creí que ella era puro espíritu, un hada, parece que alegó el muchacho. La novia quedó para vestir santos, frase que en este barrio todavía tiene connotaciones de soledad y soltería, algo muy mal visto. En la mujer, se entiende. Me dijeron.

Yo ando sola y el resto de la semana no me importa pero los sábados me gusta estar acompañada y que me aprieten fuerte. Por eso bailo el tango.

Aprendí con gran dedicación y esfuerzo, con zapatos de taco alto y pollera ajustada, de tajo. Ahora hasta ando con los clásicos elásticos en la cartera, el equivalente a llevar siempre conmigo la raqueta si fuera tenista, pero menos molesto. Llevo los elásticos en la cartera y a veces en la cola de un banco o frente a la ventanilla cuando me hacen esperar por algún trámite los acaricio, al descuido, sin pensarlo, y quizá, no sé, me consuelo con la idea de que en ese mismo momento podría estar bailando el tango en vez de esperar que un empleaducho desconsiderado se digne atenderme.

Sé que en algún lugar de la ciudad, cualquiera sea la hora, habrá un salón donde se esté bailando en la penumbra. Allí no puede saberse si es de noche o de día, a nadie le importa si es de noche o de día, y los elásticos sirven para sostener alrededor del empeine los zapatos de calle, estirados como están de tanto trajinar en busca de trabajo.

El sábado por la noche una busca cualquier cosa menos trabajo. Y sentada a una mesa cerca del mostrador, como me recomendaron, espero. En este salón el sitio clave es el mostrador, me insistieron, así pueden ficharte los hombres que pasan hacia el baño. Ellos sí pueden permitirse el lujo. Empujan la puerta vaivén con toda la carga a cuestas, una ráfaga amoniacal nos golpea, y vuelven a salir aligerados dispuestos a retomar la danza.

Ahora sé cuándo me toca a mí bailar con uno de ellos. Y con cuál. Detecto ese muy leve movimiento de cabeza que me indica que soy la elegida, reconozco la invitación y cuando quiero aceptarla sonrío muy quietamente. Es decir que acepto y no me muevo; él vendrá hacia mí, me tenderá la mano, nos pararemos enfrentados al borde de la pista y dejaremos que se tense el hilo, que el bandoneón crezca hasta que ya estemos a punto de estallar y entonces, en algún insospechado acorde, él me pondrá el brazo alrededor de la cintura y zarparemos.

Con las velas infladas bogamos a pleno viento si es milonga, al tango lo escoramos. Y los pies no se nos enredan porque él es sabio en señalarme las maniobras tecleteando mi espalda. Hay algún corte nuevo, figuras que desconozco e improviso y a veces hasta salgo airosa. Dejo volar un pie, me escoro a estribor, no separo las piernas más de lo estrictamente necesario, él pone los pies con elegancia y yo lo sigo. A veces me detengo, cuando con el dedo medio él me hace una leve presión en la columna. Pongo la mujer en punto muerto, me decía el maestro y una debía quedar congelada en medio del paso para que él pudiera hacer sus firuletes.

Lo aprendí de veras, lo mamé a fondo como quien dice. Todo un ponerse, por parte de los hombres, que alude a otra cosa. Eso es el tango. Y es tan bello que se acaba aceptando.

Me llamo Sandra pero en estos lugares me gusta que me digan Sonia, como para perdurar más allá de la vigilia. Pocos son sin embargo los que acá preguntan o dan nombres, pocos hablan. Algunos eso sí se sonríen para sus adentros, escuchando esa música interior a la que están bailando y que no siempre está hecha de nostalgia. Nosotras también reímos, sonreímos. Yo río cuando me sacan a bailar seguido (y permanecemos callados y a veces sonrientes en medio de la pista esperando la próxima entrega), río porque esta música de tango rezuma del piso y se nos cuela por la planta de los pies y nos vibra y nos arrastra.

Lo amo. Al tango. Y por ende a quien, transmitiéndome con los dedos las claves del movimiento, me baila.

No me importa caminar las treintipico de cuadras de vuelta hasta mi casa. Algunos sábados hasta me gasto en la milonga la plata del colectivo y no me importa. Algunos sábados un sonido de trompetas digamos celestiales traspasa los bandoneones y yo me elevo. Vuelo. Algunos sábados estoy en mis zapatos sin necesidad de elásticos, por puro derecho propio. Vale la pena. El resto de la semana transcurre banalmente y escucho los idiotas piropos callejeros, esas frases directas tan mezquinas si se las compara con la lateralidad del tango.

Entonces yo, en el aquí y ahora, casi pegada al mostrador para dominar la escena, me fijo un poco detenidamente en algún galán maduro y le sonrío. Son los que mejor bailan. A ver cuál se decide. El cabeceo me llega de aquel que está a la izquierda, un poco escondido detrás de la columna. Un tan delicado cabeceo que es como si estuviera apenas, levemente, poniéndole la oreja al propio hombro, escuchándolo. Me gusta. El hombre me gusta. Le sonrío con franqueza y sólo entonces él se pone de pie y se acerca. No se puede pedir un exceso de arrojo. Ninguno aquí presente arriesgaría el rechazo cara a cara, ninguno está dispuesto a volver a su asiento despechado, bajo la mirada burlona de los otros. Éste sabe que me tiene y se me va arrimando, al tranco, y ya no me gusta tanto de cerca, con sus años y con esa displicencia.

La ética imperante no me permite hacerme la desentendida. Me pongo de pie, él me conduce a un ángulo de la pista un poco retirado y ahí ¡me habla! Y no como aquél, tiempo atrás, que sólo habló para disculparse de no volver a dirigirme la palabra, porque yo acá vengo a bailar y no a dar charla, me dijo, y fue la última vez que abrió la boca. No. Éste me hace un comentario general, es conmovedor. Me dice vio doña, cómo está la crisis, y yo digo que sí, que vi, la pucha que vi aunque no lo digo con estas palabras, me hago la fina, la Sonia: Sí señor, qué espanto, digo, pero él no me deja elaborar la idea porque ya me está agarrando fuerte para salir a bailar al siguiente compás. Éste no me va a dejar ahogar, me consuelo, entregada, enmudecida.

Resulta un tango de la pura concentración, del entendimiento cósmico. Puedo hacer los ganchos como le vi hacer a la del vestido de crochet, la gordita que disfruta tanto, la que revolea tan bien sus bien torneadas pantorrillas que una olvida todo el resto de su opulenta anatomía. Bailo pensando en la gorda, en su vestido de crochet verde color esperanza, dicen, en su satisfacción al bailar, réplica o quizá reflejo de la satisfacción que habrá sentido al tejer; un vestido vasto para su vasto cuerpo y la felicidad de soñar con el momento en que ha de lucirlo, bailando. Yo no tejo, ni bailo tan bien como la gorda, aunque en este momento sí porque se dio el milagro.

Y cuando la pieza acaba y mi compañero me vuelve a comentar cómo está la crisis, yo lo escucho con unción, no contesto, le dejo espacio para añadir

¿Y vio el precio al que se fue el telo? Yo soy viudo y vivo con mis dos hijos. Antes podía pagarle a una dama el restaurante, y llevarla después al hotel. Ahora sólo puedo preguntarle a la dama si posee departamento, y en zona céntrica. Porque a mí para un pollito y una botella de vino me alcanza.

Me acuerdo de esos pies que volaron los míos, de esas filigranas. Pienso en la gorda tan feliz con su hombre feliz, hasta se me despierta una sincera vocación por el tejido.

Departamento no tengo explico pero tengo pieza en una pensión muy bien ubicada, limpia. Y tengo platos, cubiertos, y dos copas verdes de cristal, de esas bien altas.

¿Verdes? Son para vino blanco. Blanco, sí. Lo siento, pero yo al vino blanco no se lo toco.

Y sin hacer ni una vuelta más, nos separamos.

11 abril 2011

Minucia de hoy: apanicarse

Los tratados de mitología nos presentan al dios Pan como un personaje idílico o, en el peor de los casos, como un demonio pintoresco. Es el dios de los pastores y se le representa como un genio, mitad hombre, mitad animal. Lleva dos cuernos en la frente, tiene el cuerpo velludo, sus miembros inferiores son los de un macho cabrío. Es ágil; sabe ocultarse en la maleza para espiar a las ninfas. Duerme deliciosas siestas en las horas calurosas del mediodía. Es una divinidad dotada de una actividad sexual considerable. Amó a la ninfa Eco y a la diosa Selene. Sus atributos son una siringa, un cayado de pastor o un ramo de pino en la mano. Las características que aparecen en las descripciones de Pan no se ajustan a las de un dios terrorífico. Sin embargo los diccionarios lo consideran origen del adjetivo griego latinizado panicus. Aunque, en principio, el adjetivo latino panicus significaba simplemente 'lo relativo al dios Pan', en español, también como adjetivo, pánico, además de referir al dios Pan —como en "venía por el camino, tocando en su flauta pánica una tonada enrevesada y arcaica, un viejo pastor de cabras" (Torrente Ballester)—, pasó a designar el miedo grande o terror muy intenso: "se multiplican los distintos afectos y reacciones del monarca: miedos pánicos, ayes y alaridos, lloriqueos" (Sáenz de Robles) [tomo los ejemplos del Diccionario del español actual, de M. Seco]. Desde muy temprano el uso adjetivo de pánico alterna con el empleo sustantivo ('temor repentino y extremo, generalmente irracional'), que hoy, sin duda, prevalece: "tres sujetos en estado de ebriedad sembraron el pánico", "que no cunda el pánico" (lugar común convertido por un cómico de la televisión en "que no panda el cúnico")... La relación entre el dios Pan y la acepción 'temor muy intenso', en la vigésima edición del DRAE (1984), estaba enunciada así: "del dios Pan, a quien atribuían los ruidos que retumbaban en montes y valles". Esta explicación etimológica no aparece ya en la edición de 1992.

Los periódicos, al poner en la primera plana el consejo que en relación con los problemas económicos daba a la población el presidente de la República ("No se apaniquen"), han hecho relativamente famoso el verbo apanicar, que, aun cuando de manera esporádica, me parece que venía usándose desde hace algunos años en el español mexicano. Es obviamente un neologismo del que no dan cuenta todavía los diccionarios (ni generales ni de mexicanismos). Hay un tipo particular de derivados que, en los tratados de morfología, reciben el nombre de “parasintéticos”. Están formados por tres elementos: un prefijo, una raíz o lexema y un sufijo (o ciertos gramemas). En los parasintéticos los tres elementos funcionan de manera simultánea; es decir, en la lengua no existen como formas libres ni el prefijo más la base ni la base más el sufijo: por ejemplo, en el parasintético envejecer interviene el prefijo en-, el lexema viejo y el sufijo -ecer. No existen en español ni *enviejo ni *vejecer, sólo envejecer. También hay numerosos parasintéticos en los que interviene el prefijo a-: aclarar, aconsejar, adueñarse, alumbrar, arrodillarse, arruinar...
Las modificaciones semánticas que se operan en la base pueden expresarse mediante oraciones o paráfrasis: arruinar > ‘hacer que alguien quede en la ruina’. Con estos mecanismos morfológicos es fácil incorporar neologismos en el léxico, es decir, formar nuevas palabras. Buen ejemplo, dentro del español mexicano, puede ser el verbo apantallar ('impresionar, asombrar a alguien'), del que deriva a su vez el adjetivo apantallante, y que está formado por el prefijo a-, la base sustantiva pantalla y el morfema -ar. Todos los mexicanos empleamos o, al menos, entendemos el verbo apantallar, a pesar de lo cual no aparece en los diccionarios; es un neologismo del español mexicano. Son también mexicanismos, aunque no tan nuevos, endrogarse ('endeudarse'), enmariguanarse, enchinar (el pelo), encuetarse ('emborracharse')...
Todos ellos (y muchos más) están formados de conformidad con las reglas morfológicas de la lengua española. Creo que lo mismo sucede con apanicar, que significa algo así como 'poner a alguien en condiciones de (miedo) pánico'. Por otra parte, el que la voz esté formada canónicamente de ninguna manera garantiza que el neologismo pase a formar parte del léxico de todos los mexicanos (o de muchos de ellos). A alguien hace tiempo se le ocurrió formar la palabra apantallar, al paso del tiempo este neologismo tuvo éxito y hoy es voz común en México. Falta mucho para que pueda decirse lo mismo de apanicar.

Cinco cuentos cortos de Franz Kafka


UN MENSAJE IMPERIAL

El Emperador, tal va una parábola, os ha mandado, humilde sujeto, quien sóis la insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un mensaje; el Emperador desde su lecho de muerte os ha mandado un mensaje para vos únicamente. Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado estar correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte -toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio- ante todos ellos, él ha mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca su viaje; un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un camino al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta.


Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio -pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder-, la capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimientos. Nadie podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas os sentáis tras la ventana, al caer la noche, y os lo imagináis, en sueños.

EL ZOPILOTE

Un zopilote estaba mordizqueándome los pies. Ya había despedazado mis botas y calcetas, y ahora ya estaba mordiendo mis propios pies. Una y otra vez les daba un mordizco, luego me rondaba varias veces, sin cesar, para después volver a continuar con su trabajo. Un caballero, de repente, pasó, echó un vistazo, y luego me preguntó por qué sufría al zopilote.


"Estoy perdido", le dije. Cuando vino y comenzó a atacarme, yo por supuesto traté de hacer que se fuera, hasta traté de estrangularlo, pero estos animales son muy fuertes... estuvo a punto de echarse a mi cara, mas preferí sacrificar mis pies. Ahora estan casi deshechos". "¡Véte tú a saber, dejándote torturar de esta manera!", me dijo el caballero. "Un tiro, y te echas al zopilote." "¿En serio?", dije. "¿Y usted me haría el favor?" "Con gusto," dijo el caballero, " sólo tengo que ir a casa e ir por mi pistola. ¿Se podría usted esperar otra media hora?" "Quién sabe", le dije, y me estuve por un momento, tieso de dolor. Entonces le dije: "Sin embargo, vaya a ver si puede... por favor". "Muy bien", dijo el caballero, "trataré de hacerlo lo más pronto que pueda". Durante la conversación, el zopilote había estado tranquilamente escuchando, girando su ojo lentamente entre mí y el caballero. Ahora me había dado cuenta que había estado entendiéndolo todo; alzó ala, se hizo hacia atrás, para agarrar vuelo, y luego, como un jabalinista, lanzó su pico por mi boca, muy dentro de mí. Cayendo hacia atrás, me alivió el sentirle ahogarse irretrocediblemente en mi sangre, la cual estaba llenando cada uno de mis huecos, inundando cada una de mis costas.

UNA PEQUEÑA FABULA

"Ay", dijo el ratón, "el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tan grande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al fin veía paredes a lo lejos a diestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la última cámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer".

"Sólamente tienes que cambiar tu dirección", dijo el gato, y se lo comió.

LA PARTIDA

Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fuí al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta, y le pregunté al sirviente qué significaba. El no sabía nada, y escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: "¿A dónde va el patrón?" "No lo sé", le dije, "simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta". "¿Así que usted conoce su meta?", preguntó. "Sí", repliqué, "te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta".

EL PASEO REPENTINO

Cuando por la noche uno parece haberse decidido terminantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar aquel juego luego de terminado el cual habitualmente uno se va a dormir; cuando afuera el tiempo es tan malo que lo más natural es quedarse en casa; cuando uno ya ha pasado tan largo rato sentado tranquilo a la mesa que irse provocaría el asombro de todos; cuando ya la escalera está oscura y la puerta de calle trancada; y cuando entonces uno, a pesar de todo esto, presa de una repentina desazón, se cambia la bata; aparece en seguida vestido de calle; explica que tiene que salir, y además lo hace después de despedirse rápidamente; cuando uno cree haber dado a entender mayor o menor disgusto de acuerdo con la celeridad con que ha cerrado la casa dando un portazo; cuando en la calle uno se reencuentra, dueño de miembros que responden con una especial movilidad a esta libertad ya inesperada que uno les ha conseguido; cuando mediante esta sola decisión uno siente concentrada en sí toda la capacidad determinativa; cuando uno, otorgando al hecho una mayor importancia que la habitual, se da cuenta de que tiene más fuerza para provocar y soportar el más rápido cambio que necesidad de hacerlo, y cuando uno va así corriendo por las largas calles, entonces uno, por esa noche, se ha separado completamente de su familia, que se va escurriendo hacia la insustancialidad, mientras uno, completamente denso, negro de tan preciso, golpeándose los muslos por detrás, se yergue en su verdadera estatura.

Todo esto se intensifica aún más si a estas altas horas de la noche uno se dirige a casa de un amigo para saber cómo le va.

10 abril 2011

Miniautras

Nocturno sueño: Disfruto la confusión entre los mundos cuando el cansancio me derrota. Hay veces que siento haberme equivocado de universo cuando logro despertar ¿Seremos el sueño de un Dios aún dormido?

03 abril 2011

El amenazado de Jorge Luis Borges


Es el amor, tendré que ocultarme o huir. Crecen los muros de su cárcel, como un sueño atroz.

La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única ¿de qué me servirán mis talismanes; el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó al áspero norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?.

Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo. Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que me miran por las ventanas, pero la sombra no me ha traidor la paz.

Es, ya lo sé, el amor; la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. Es el amor con su mitología, con sus pequeñas magias inútiles.

Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. Ya los ejércitos se cercan, las hordas (esta habitación es irreal; ella no la ha visto). El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo.

Minucia de hoy. !Caray!

No cabe duda de que el léxico es el nivel más superficial de la lengua, el más cambiante. Transcribo en seguida algunos comentarios que a fines de la centuria decimonónica escribieron don Rufino José Cuervo y don Joaquín García Icazbalceta en relación con la interjección ¡caray! El primero anotó: "Voz de infame parentela, que ojalá no se usara en ninguna parte"; del segundo son las siguientes palabras: "No sólo en México y en Bogotá anda la palabrita, sino que parece haber invadido media América [...] Venga de donde viniere, nunca deben usarla personas bien educadas. ¿A qué conducen tales interjecciones, habiendo tantas muy inocentes? Ni aun éstas conviene prodigarlas..."
Probablemente estos severos juicios se debían a que tan ilustres filólogos entendían tal palabra únicamente como un eufemismo que sustituía la expresión ¡carajo! Así lo ha seguido creyendo el DRAE 100 años después. En la entrada ¡caray! remite a ¡caramba!y ahí explica que es un eufemismo por ¡carajo! y que es una interjección con que se denota extrañeza o enfado. Ahora bien, ¿por qué se eludía (y se elude todavía) el vocablo ¡carajo!, según la Academia? Seguramente por su significado: 'miembro viril'.
Digo que el vocabulario cambia mucho más rápidamente que la fonología o la gramática. En efecto, me parece que hoy, al menos en México, por principio de cuentas, muy pocos saben que ¡carajo! significa 'miembro viril'. Ciertamente la voz se emplea ahora más que antes, pero siempre como simple interjección. En efecto, es una interjección vulgar, popular. En la transcripción hecha en la UNAM, de 42 conversaciones libres de sujetos cultos no apareció ni una vez. Fueron varios, por lo contrario, los registros del vocablo en las transcripciones correspondientes a informantes incultos.
Por otra parte, creo que ningún hablante emplea hoy los vocablos ¡caray! y¡caramba! como eufemismos sustitutivos del vulgarismo ¡carajo! Se trata de interjecciones muy usuales e inocuas. Aparecen en boca de hablantes pertenecientes a todos los niveles sociales. Pueden verse también escritas en todo tipo de texto sin que llamen la atención de nadie como vulgarismos. Lo que sucede es que, por una parte, se registran en la lengua desplazamientos de sentidos y de significaciones de las palabras, a veces con gran velocidad: carajo no significa ya 'miembro viril', ¡caramba! y ¡caray! no sustituyen a carajo. Por otra, las diversas ediciones del DRAE suelen seguir repitiendo acepciones y sentidos que determinadas palabras pudieron haber perdido hace ya mucho tiempo. Probablemente en tiempos de Cuervo y García Icazbalceta resultaban reprobables, en gente educada, tales interjecciones. Hoy, estoy seguro, los mismos filólogos, atentos observadores de la evolución lingüística, reconocerían en ¡carajo! una expresión vulgar pero sin el significado de 'miembro viril' y en ¡caramba! y ¡caray! meras interjecciones totalmente inofensivas.